domingo, 20 de junio de 2010

De padres bajo un árbol

En los árboles hay pájaros cantando con euforia, las ramas aguantan su peso ligero y los nidos de paja, las hojas reciben la frecuencia de sus melodías, mientras abajo un caminante distraído piensa en su prole, la que todavía no tiene, la que está por venir. El hombre respira un aire de lluvia moteado por parches de sol, inhala, colma sus pulmones, absorbe el fluido transparente por el cual se mueve la especie.
Él está procreando, o eso cree; será padre en pocos meses. El gerundio es más propio de la madre, porque es en ella que la vida cobra forma. Por eso la mente de él está inquieta, salta de una idea a otra; porque dio vida pero no está dentro de él; porque ser padre es tan solo una idea antes del parto, es la idea de ser padre y la acción de serlo a través de la madre, estando ahí por ella y su cría. Por lo menos eso es lo que piensa, y debajo del árbol oye a los pájaros que alimentan a sus poyuelos mientras construyen melodías sin pretensiones.
Saltan tanto sus ideas que lo domina una explosión de rabia por no controlarlas. Patea el árbol. Las hojas llenas de rocío sueltan gotas por la vibración, caen sobre su piel. El tacto fresco lo apacigua, contrastan con lo vago de su pensamiento, por eso vuelve a patear el árbol – ya no por la rabia sino porque las gotas la merman. Pero esta vez, además de gotas, le cae un zapato viejo en la cabeza. Tras el golpe lo mira en el suelo, ahí a su lado, y reconoce uno de los mocasines de caminante que usaba su padre. Es el izquierdo. Él lo ve como si hubiera acabado de salir del zapatero, con gotas de rocío que no pudieron penetrar el betún trasnochado. Y recordó: allí, bajo ese mismo árbol, estuvo hace veinticinco años con su padre un día de primavera.
¿“De donde salen los pajaritos, papá?” le preguntó. “De las ramas, las hojas y los huevos de las pájaras, mijo,” respondió el padre alzándolo en brazos y mirando hacia arriba, hacia el follaje tupido.