El tópos de los griegos, el lugar de los hispanohablantes; el ónoma de los primeros, el nombre de los segundos. Y sabiendo esto, se puede jugar un poco; podemos aferrarnos al orden "original", afirmar sin miedo que topónimo es en realidad un lugarnombre - o, en otras palabras, el pequeño hueco en nuestro léxico que le reservamos a los sitios; no el espacio que ocupan fuera de nuestras lenguas - porque fuera de ellas no hay nombres - sino la parcela que ocupan en nuestro "sistema de símbolos arbitrarios" (definición que parió Ferdinand de Saussure, padre-madre de la lingüística moderna, para referirse al lenguaje de estos mamíferos verbiadictos).
Siguiendo este hilo, enfoquemos hacia dos topónimos gemelos en lenguas románicas; esas bastardas del latin que desde hace tiempo son madres.
A poco más de treinta kilómetros al noroeste de Barcelona, en Catalunya, hay una sierra que, por su perfil, a alguien o a algunos les dio por llamar Montserrat.

Por otro lado, en el continente suramericano hay una capital de república que se despierta todos los días bajo la sombra de otro "Montserrat" - el caso que nos concierne es Monserrate, en los cerros orientales de la ciudad de Bogotá; el europeo con fonotáctica del catalán, el americano con la del español. Algo que imanta la curiosidad es que la palabra Monserrate no es utilizada para referirse a todo el cuerpo de los cerros sino "al cerro" coronado por la iglesia de Monserrate (en la foto, la pequeña mancha blanca encubrada en el cerro de la izquierda).

Sea cual sea la fuente, el punto de partida o el contexto en la gestación de Monserrate como topónimo, parece ser que en este alumbramiento el serrucho divino jugó un papel importante - o por lo menos sus enviados en la tierra.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario