jueves, 20 de octubre de 2011

La mano que no calla

Me asomo por la ventana que da al patio interior, un espacio olvidado por todos excepto por las ratas y algún cadáver de paloma que quiso morir lejos de los peatones. Quiero ver el horizonte, pero al frente mi mirada se corta a unos cuantos metros, en la fachada sucia del edificio contiguo. En la ciudad densa no hay horizonte. Allá está mi mano desde hace tres días, pudriéndose poco a poco. Por alguna razón las ratas no la han tocado, parecen evitarla.
El primer día, cuando la tiré sobre el amasijo de juguetes rotos que hay en una de las esquinas del patio, la mano estaba crispada de dolor y rabia. Hoy parece más distendida. El olor, en cambio, no ha parado de hacerse más intenso. La peste a mortecina ya debe estar llegando al quinto y último piso del edificio, allá donde vive la presidenta de la comunidad. A mi no me importa, ese olor es mi dulce venganza, pero estoy seguro de que a ellos sí: se han ido cerrando todas las ventanas que dan al patio interior. Los vecinos del edificio contiguo también cerraron sus ventanas, no tienen nada que ver en esta historia, pero también les llega el olor, las partículas que desprende la carne en descomposición no hacen distinciones. Es un mal menor. Esos vecinos solo sienten el aroma de mi mano amputada, en cambio, los de mi edificio también huelen su responsabilidad. “¿Huele mi mano?”, le he preguntado a todos y cada uno de ellos cuando me los he cruzado estos días en la escalera. Algunos me dicen que estoy loco; otros, los más agresivos, me insultan y me empujan a un lado; la mayoría hace un gesto de asco y pasa de largo.
Tras la amputación pensé que mi mano tendría el sueño eterno, como dicen los curas. Pero siguió moviéndose. No hablo del movimiento inevitable que los miembros amputados siguen haciendo durante un tiempo; mi mano, enajenada de mi brazo, siguió contorsionándose durante horas hasta que un impulso súbito me llevó a tirarla por la ventana. Allá en donde cayó dejó de moverse, y a medida que mis vecinos de edificio iban cerrando sus ventanas en este verano tórrido la mano se iba relajando, y el dolor sobre el muñón de mi brazo ha ido menguando.
Eran las nueve de la noche, todos estábamos en el pasillo de entrada del edificio y la reunión de la comunidad de vecinos llevaba una hora discurriendo de tema en tema. Tras decidir de manera unánime la colocación de un solo tubo de escape para todas las estufas y remplazar las cinco chimeneas desiguales que cada uno había construido para sacar su propio humo, la presidenta dijo “Ahora, para terminar, hablemos del ruido nocturno...” Todos me miraron, unos de inmediato y otros después de dar un rodeo con sus ojos tratando de hacerse los desentendidos. “En una reunión previa del comité ejecutivo,” prosiguió la presidenta, “se decidió que la vecindad no está dispuesta a seguir aguantando la música que usted quiere imponer, haciendo caso omiso de nuestras continuas peticiones para que su piano ya no suene más en este edificio, usted a seguido tocando.” “Señora presidenta,” le respondí yo, ingenuo, pensando que todas esas advertencias y amenazas que me habían hecho no eran más que bravuconadas, “ya les he dicho que solo por la noche puedo tocar mi piano porque trabajo de sol a sol. Incluso acepté tocar menos tiempo, y como han podido constatar, ahora solo hago música hasta las diez de la noche, así que por favor...”. “¡¡¡Silencio!!!” La presidenta ya no solo me miraba, ahora me señalaba, hacía movimientos breves con su cabeza y los acompañaba con su indice, sus pendientes de piedritas negras se agitaban mientras articulaba la sentencia. “Creo que fuimos muy claros: nada de ruido en la noche. La legislación de justicia vecinal no deja lugar a dobles interpretaciones y es mi deber como presidenta de la escalera hacer cumplir la ley.” Algunos me dijeron que estaba loco por haber desobedecido a las peticiones de silencio, los más agresivos, con la presidenta a la cabeza, se pusieron manos a la obra, amordazándome para ahogar mis gritos y dejándome inmóvil bajo su peso. La mayoría dio por finalizada la reunión y se retiró a sus respectivos apartamentos mientras a mi me amputaban una mano.
Me asomo al patio interior, son las diez de la noche. Unas cosquillas insistentes en el muñón me sacaron del sueño y vine de inmediato hacia la ventana. Enfoco con la linterna hacia esa esquina que ya es tan familiar para mi, pero no veo lo que busco. Tampoco siento el olor. Las cosquillas en la punta de mi brazo interrumpido se hacen cada vez más fuertes. De repente, como pasó con el dolor cuando lancé mi mano por esta misma ventana, las cosquillas se extinguen. En la sala de mi casa comienza a sonar el piano. Desde el umbral, tras encender la luz, puedo ver mis cinco dedos ausentes y descompuestos tocando las teclas con una maestría que yo nunca he podido alcanzar. Sobre el piano, una oreja ensangrentada, arrancada de raíz, todavía está caliente. Un pendiente de pepitas negras todavía la adorna.