miércoles, 15 de septiembre de 2010

La duración de un párrafo

Subí al último vagón. Allá suele haber un espacio para sillas de ruedas, bicicletas, o cualquier otro trasto que lleven los usuarios del metro. Busqué un lugar para el coche de mi hijo y me senté en un asiento libre a su lado. Cuando el convoy inició la marcha, el bebé fijó su mirada debajo del asiento agitando brazos y piernas. Miré. Un sobre negro estaba suspendido en el aire gracias un cordel blanco. Cogí el sobre. Dentro, una pequeña hoja roja contenía las siguientes líneas:

Allí llegó él con su cara de humano, sin vergüenza, máquina de carne y hueso. Algunos dijeron que era un profeta, otros y otras le explicaron a la multitud que era el vástago de muñecas y dedos cercenados por cortapaples finísimos… el engendro de una masacre de tinterillos de una burocracia olvidada. Tal vez por eso él está aquí. En este pueblo huele a papeles chamuscados, a archivos en cenizas. Y eso le recuerda algo que no vivió pero que le dio la vida. Demasiado voltaje emocional. "El profeta es, al mismo tiempo, siempre y nunca, máquina de la historia y carnita humana, un corto circuito en el remolino de la vida colectiva," dijeron los algunos... pero los otros y las otras no afirmaron nada, solo quisieron preguntarle al recién llegado porqué sus lagañas estaban comenzando a enrojecer – “como si una riada de miembros mutilados por la guerra estuvieran inyectándoles su color.”

El metro llegó a la siguiente estación cuando terminé de leer. Han pasado cinco meses y todavía no entiendo nada, el papel está gastándose de tanto manoseo. Tal vez tenga trabajar mi comprensión de lectura.