jueves, 19 de noviembre de 2009

Tras la puerta que ya no está



La calle olía mal, a orín acumulado – meadas solitarias en el callejón –, pero el sol de medio día le daba tal fuerza a esa cara que resultaba difícil pasar de largo echando una mirada rápida. Por eso nos detuvimos. El malestar olfativo quedaba anestesiado por el magnetismo de la expresión en la pared.
Mi acompañante, una oftalmóloga, dio su diagnóstico como si estuviera en una consulta: “El tipo está ciego pero puede ver, en vez de ojos tiene dos cráteres que no escupen lava, succionan paseantes.” Yo me giré, rompiendo la línea visual que mantenía con el personaje. “¿Qué dice?” Ella, en cambio, seguía mirando esa imagen en negativo y al responderme sus ojos no se desviaban ni un ápice. “Digo lo que oye, que ese hombre tiene dos huecos por ojos y eso no le impide vernos. Nos ve. Pero no solo nos ve, también nos transforma: ni usted ni yo volveremos a ser los mismos después de pasar por aquí. Nos quedamos detrás de esa puerta tapiada, en la memoria de concreto que guardan esas arrugas y ese turbante.” Nunca la había oído hablar de esa forma, eso ya era un cambio; pero cuando creímos haber roto el encanto y seguimos nuestro camino el olfato me indicó que, en efecto, ya no éramos los mismos: un aroma de jazmín flotaba en el aire y del orín acumulado solo quedaba el recuerdo.

lunes, 16 de noviembre de 2009

La aduana que hay por dentro

Pasó hace un buen tiempo, pero no lo suficiente como para quedar sepultada bajo todas anécdotas que he experimentado después.
Es un colmado, tienda de barrio en el centro de Barcelona regida por un hombre Paquistaní – por cierto, la contracción “paki” está cargada de menosprecio en contextos anglófonos; no es así en la capital catalana, en donde muchas tiendas de abastos de proximidad (llamadas colmados o badulaques) se nombran con ese gentilicio contraído por la supuesta proveniencia de sus dueños.
Volvamos a la tienda. Una mujer ecuatoriana, de Quito, y una colombiana, de Cali, están comprando cervezas: las sacan de las estanterías en la nevera, las llevan a la caja y pagan. El hombre detrás de la caja, oriundo del Punjab paquistaní, no las mira a los ojos ni cruza ninguna palabra más allá de la cifra que las mujeres tenían que pagar.
“En mi país la gente es mucho más amable en las tiendas… por lo menos saludan y sonríen y dan las gracias.” Quejándose de esta manera, la ecuatoriana recibe las vueltas y oye a su amiga responderle que “así son, qué se le va hacer mijita.”
El hombre detrás de la caja está calmado. Se levantó de su silla para recibir el dinero, a su lado un amigo sigue sentado, con la atención fija sobre la pantalla de un computador portátil. “Esto no es tu país… España no es su país…” Cuando el señor les está haciendo esta aclaración a las mujeres, un amigo de ellas entra a la tienda, las estaba esperando en la calle. Distingo su acento: es ecuatoriano también, pero no sabría ubicarle una ciudad: “esto tampoco es tu país, así que no vengas con estas," dice sacando su lata de la bolsa. Tras un ir y venir de réplicas sordas sobre la pertenencia, el grupo sale de la tienda y el señor de la caja vuelve a su silla a seguir viendo la comedia en urdu que estaba en pausa.
Pago mi barra de chocolate con unas monedas, las dejo encima del mostrador, es el precio exacto; el señor no se tiene que levantar ni interrumpir su risa. Una vez en la calle, masticando, sonrío por dentro al pensar en los orígenes, en las pertenencias enajenadas y los mecanismos toscos de la identidad: parece ser que lo que cobra relieve es lo que no se es, el lugar en donde no se está. Algún día, nostros, la diáspora humana, nos haremos cargo de demoler las fronteras… eso sí, solo si empezamos con las que llevamos dentro.

sábado, 14 de noviembre de 2009

Pasitua pasito

Para mí, Juan andaba con un bastón. Siempre pensé que lo utilizaría para apoyarse en momentos de fatiga. Nunca lo pude comprobar porque de él solo se tienen imágenes pasajeras. Ingenuo yo, ingenuo e ignorante. Quien me manda a no saber que ese sombrerito con el que se le ve, esa chaquetica y esas botas, son las prendas de todo un gentilhombre británico en plena cacería; o justo después de ella, en el camino a tomarse el té con los amigotes mientras el servicio hace quien sabe qué con el cadáver del zorro.



Cuando veía a Juan por ahí con el bastón en el aire lo asociaba a un viejo resistiéndose a apoyar el tercer pié de los achaques de la edad, erguido y elegante frente al paso del tiempo. Pero ayer me di cuenta del gran engaño en que vivía.
Entré al bar y pedí un café con leche; sería media mañana. Me senté en la barra, al lado de un hombre mayor que tenía un vaso con hielo al frente y un cigarrillo entre los dedos. Miraba un punto fijo entre la hilera de botellas y, de cuando en vez, rompía la concentración para ojear al tendero. Al acabar su vaso - yo iría por la mitad de mi café – lo llamó, “anda, ponme otro”. Y en ese momento supe qué era el punto fijo que tenía atrapada la atención del hombre, vi como el tendero desprendía la botella de su fila, desenroscaba la tapa y comenzaba a derramar el contenido sobre hielos nuevos. El hombre se dio cuenta de mi fijación. “Juanito… Juanito. ¿Lo ves? Mira, siempre caminando tan recto,” dijo, frenando el gesto del tendero cuando volvía a llevarse la botella a su fila, cogiéndolo con confianza del brazo y señalando con su mano libre la carátula en donde estaba Juan. “Ji, ji, ji,” ser fiel a su risa con letras es un esfuerzo en vano porque el sonido de esa garganta quemada evitaba los grafemas, “el tío tan pancho, no veas con qué estilazo, y uno al acompañarlo después de unas copas lo tiene difícil para seguir la línea recta.” Acto seguido, el hombre me explicó, con su lengua enredada cada tres o cuatro oraciones, que el caminante no era Juan, como me había dicho mi hermano mayor, sino Juanito, así, de cariño. Y también, de paso, me explicó la caza del zorro, los cuernos, los perros, los caballos y el estilo impecable con el que van los jinetes siguiendo al pobre animal.
Su copa fue menguando a una velocidad vertiginosa - por lo menos comparada con mi taza de café. Apenas me di cuenta de que el hombre ya se estaba yendo. “Jairo, apúntamelas a la cuenta,” le dijo al tendero mientras metía unas monedas en la máquina de tabaco y se preparaba para salir a la calle con un centro de gravedad inquieto. “Todo bien Yony,” y se despidieron, cada uno alzando el dedo pulgar y guiñando el ojo. Yo terminé mi café, leí el periódico y salí contento: todos los días se aprende algo nuevo.

sábado, 7 de noviembre de 2009

El Peche y su piel contintental


Las manos le sudan después de cada cigarrillo. Ahora los pega él, saca el cuero del librillo, le pone un poco de tabaco cargado de humedad (a veces le viene la imagen de un vello púbico), lo enrolla y lo lame con delicadeza antes de encenderlo. Antes no era así.
Antes fumaba cigarrillos sin filtro (aunque a los de enrollar tampoco les pone), ya armados y empacados. Un hombre de facciones angulosas y nariz aguileña con una corona de plumas presentaba el paquete. Encima: “pielroja”. También en cada uno de los cigarrillos, ovalados y con el papel dulzón, está impresa su imagen en una tinta azul ligero.
En ese antes, los pielroja comenzaban a salir de un segundo plano en el espacio tabacalero nacional. Una generación de jóvenes fumadores le daba ímpetus a ese producto autóctono. No solo por ser baratos – ni tampoco por proveer de papel de fumar a quienes se quisieran pegar un porro, un calillo, un barillo, un bareto, un cacho, o la palabra que se quiera para nombrar un cigarrillo de marihuana en ese país en donde los librillos de papel no estaban tan a la mano como un paquete de pielroja o uno de sus individuos sueltos, vendidos al detal en cualquier tienda de barrio o por los vendedores ambulantes. No solo por eso ni por su sabor: detrás del éxito del pielroja había también un componente simbólico, y eso lo pensó más tarde.
Más tarde. Ahora.
Antes de terminar su cigarrillo, recostado en un poste de una ciudad europea, él llega a ver a dos personas distintas vistiendo camisetas con el logo del pielroja; y los paseantes le dan para el recuerdo: un primo suyo, también colombiano, unos cuantos años menor que él, vino a visitarlo hace cuatro veranos y tenía dos camisetas así, una con fondo negro, blanco el de la otra. El primo éste no fuma – de hecho odia el tabaco – pero en los últimos años la imagen del pielroja se ha fundido en el colage de identidad nacional colombiana, y al primo éste le gusta desplegarla.
Ya tiró la colillita puntuda, las manos le comienzan a sudar, la imagen del indio le ronda la cabeza. Vuelve al trabajo preguntándose las causas de esa fama, el asenso del peche (mote familiar para el pielroja) a un estatus de ícono patrio. Y las respuestas le llueven desde lugares opuestos: que desde finales de los noventa la Philip Morris estaba moviendo hilos para valorizar al peche en el imaginario colectivo de los jóvenes fumadores y así tener una buena base consumidora al comprar coltabaco; o que eso es un absurdo, porque el imaginario colectivo no es algo tan maleable, y el peche se disparó hacia el cielo de la colombianidad porque pielroja no es indio gringo sino piel-roja, indio Americano, desde los Inuit hasta los Araucanos, substrato que resiste a ser tapado, ícono de resistencia… y así, entre respuestas contradictorias, el fumador vuelve con sus manos sudorosas a terminar su jornada.

martes, 3 de noviembre de 2009

Plusvalía y Balde

Una de las mujeres que limpian es ecuatoriana, de la sierra. Tiene rasgos indígenas, una sonriza amplia y un carácter alérgico a la seriedad que le genera carcajadas balsámicas a sus compañeras; no tendrá más de 25 años. Otra de las mujeres que limpian, también ecuatoriana, pero de Guayaquil, tiene rasgos mestizos y un temperamento fuerte más no hosco o agresivo; tiene dos hijas en su ciudad y hace poco pasó de los treinta.
La segunda de ellas se encarga de coordinar las tareas de limpieza en el hotel. Todas tienen una relación afable con uno de los recepcionistas, un muchacho colombiano en las segunda mitad de los veinte, introvertido en el día a día pero hablador con estas mujeres que le dan charla y rompen la monotonía de la jornada laboral de cara al público. El es criollo, o algo así; pasa por europeo, aunque hay gente que le dice que tiene cara de libanés o persa - alguien le dijo un día que parecía judío, comentario sin sentido pues éstos no tienen una cara sino un credo... como decir que tiene cara de cristiano, o de musulmán; fácil clasificar cuando se mira con clichés.
En una de sus charlas, recepcionista y mujeres de la limpieza se ponen a hacer cuentas: les pagan casi lo mismo a la hora. Él no se siente mal por esto, más bien le genera un sentimiento de solidaridad de clase con las mujeres - aunque su cuna sea burguesa, en el día a día muta la identidad. Ellas, por su parte, le hacen bromas y le coquetean a través de chistes sin compromiso, y denuestan con ligereza el nombre de los jefes. "¿Qué es eso?" Pregunta una de ellas. "Como hablar mal de alguien," responde él, y de paso, comienzan a hablar de la plusvalía.
Ellas no saben qué quiere decir; en cuanto a él, solo tiene nociones vagas de su significado, pero le bastan para decirles que "es la ganancia que se llevan los jefes por nuestro trabajo. Vean: el hotel le cobra diez a a los turistas por limpiar la habitación, a la empresa que las contrata le paga cinco y a ustedes su jefa les paga dos... es como la plata que se va quedando en el camino."
Y en el camino de la jornada siguen las bromas. Las ecuatorianas - la serrana y la guayaquileña - y el colombiano ahogarían a sus jefes en un balde de agua, solo por el placer de hacerlo, sin ganas de conquistar nada: ahogar por el gusto del ahogamiento y no por el deseo de ocupar el puesto del ahogado.
...

Por la tarde llega otro colombiano, también criollo, también trabajador. Él no hace bromas de ese tipo, cuando trabaja por las mañanas e interactúa con las mujeres que limpian, lo hace desde un pedestal ilusorio de superioridad por estar detrás de un computador. Sin verbalizarlo, no tiene con quien, sus pensamientos vagan al rededor de un "gracias empresa por darnos trabajo; gracias España por darnos salario".