sábado, 14 de noviembre de 2009

Pasitua pasito

Para mí, Juan andaba con un bastón. Siempre pensé que lo utilizaría para apoyarse en momentos de fatiga. Nunca lo pude comprobar porque de él solo se tienen imágenes pasajeras. Ingenuo yo, ingenuo e ignorante. Quien me manda a no saber que ese sombrerito con el que se le ve, esa chaquetica y esas botas, son las prendas de todo un gentilhombre británico en plena cacería; o justo después de ella, en el camino a tomarse el té con los amigotes mientras el servicio hace quien sabe qué con el cadáver del zorro.



Cuando veía a Juan por ahí con el bastón en el aire lo asociaba a un viejo resistiéndose a apoyar el tercer pié de los achaques de la edad, erguido y elegante frente al paso del tiempo. Pero ayer me di cuenta del gran engaño en que vivía.
Entré al bar y pedí un café con leche; sería media mañana. Me senté en la barra, al lado de un hombre mayor que tenía un vaso con hielo al frente y un cigarrillo entre los dedos. Miraba un punto fijo entre la hilera de botellas y, de cuando en vez, rompía la concentración para ojear al tendero. Al acabar su vaso - yo iría por la mitad de mi café – lo llamó, “anda, ponme otro”. Y en ese momento supe qué era el punto fijo que tenía atrapada la atención del hombre, vi como el tendero desprendía la botella de su fila, desenroscaba la tapa y comenzaba a derramar el contenido sobre hielos nuevos. El hombre se dio cuenta de mi fijación. “Juanito… Juanito. ¿Lo ves? Mira, siempre caminando tan recto,” dijo, frenando el gesto del tendero cuando volvía a llevarse la botella a su fila, cogiéndolo con confianza del brazo y señalando con su mano libre la carátula en donde estaba Juan. “Ji, ji, ji,” ser fiel a su risa con letras es un esfuerzo en vano porque el sonido de esa garganta quemada evitaba los grafemas, “el tío tan pancho, no veas con qué estilazo, y uno al acompañarlo después de unas copas lo tiene difícil para seguir la línea recta.” Acto seguido, el hombre me explicó, con su lengua enredada cada tres o cuatro oraciones, que el caminante no era Juan, como me había dicho mi hermano mayor, sino Juanito, así, de cariño. Y también, de paso, me explicó la caza del zorro, los cuernos, los perros, los caballos y el estilo impecable con el que van los jinetes siguiendo al pobre animal.
Su copa fue menguando a una velocidad vertiginosa - por lo menos comparada con mi taza de café. Apenas me di cuenta de que el hombre ya se estaba yendo. “Jairo, apúntamelas a la cuenta,” le dijo al tendero mientras metía unas monedas en la máquina de tabaco y se preparaba para salir a la calle con un centro de gravedad inquieto. “Todo bien Yony,” y se despidieron, cada uno alzando el dedo pulgar y guiñando el ojo. Yo terminé mi café, leí el periódico y salí contento: todos los días se aprende algo nuevo.

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