jueves, 19 de noviembre de 2009

Tras la puerta que ya no está



La calle olía mal, a orín acumulado – meadas solitarias en el callejón –, pero el sol de medio día le daba tal fuerza a esa cara que resultaba difícil pasar de largo echando una mirada rápida. Por eso nos detuvimos. El malestar olfativo quedaba anestesiado por el magnetismo de la expresión en la pared.
Mi acompañante, una oftalmóloga, dio su diagnóstico como si estuviera en una consulta: “El tipo está ciego pero puede ver, en vez de ojos tiene dos cráteres que no escupen lava, succionan paseantes.” Yo me giré, rompiendo la línea visual que mantenía con el personaje. “¿Qué dice?” Ella, en cambio, seguía mirando esa imagen en negativo y al responderme sus ojos no se desviaban ni un ápice. “Digo lo que oye, que ese hombre tiene dos huecos por ojos y eso no le impide vernos. Nos ve. Pero no solo nos ve, también nos transforma: ni usted ni yo volveremos a ser los mismos después de pasar por aquí. Nos quedamos detrás de esa puerta tapiada, en la memoria de concreto que guardan esas arrugas y ese turbante.” Nunca la había oído hablar de esa forma, eso ya era un cambio; pero cuando creímos haber roto el encanto y seguimos nuestro camino el olfato me indicó que, en efecto, ya no éramos los mismos: un aroma de jazmín flotaba en el aire y del orín acumulado solo quedaba el recuerdo.

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