martes, 4 de mayo de 2010

El enfermo, el bello y la mala suerte

Uno mira con la cabeza inclinada hacia abajo. Los hombros puntiagudos parecen dos torretas de una catedral gótica debajo de una inmensa gárgola con ojos que se mueven y labios que hablan. La cabeza del enfermo es inquietante: de un rosado pálido, mortecino, que resalta el azul de una mirada solapada; una mirada que insinúa dobles intenciones. Por esos ojos muchos lo tachan de mezquino.
El otro era un David – no de mármol, sino de carne y hueso con piel bronceada. Gozaba de ese magnetismo humano que algunos llaman carisma. Por alguna razón enmarañada en las afinidades espontáneas, el sano era un hombre que hacía sentir bien a los demás.
“Alegra el día estar cerca de él,” dijo un día mi abuela.

Pero eso fue antes del accidente. Antes, cuando su cara era todavía lisa y el ácido de batería no había dejado esa superficie rugosa y brillante de piel quemada que ahora le cubre el lado izquierdo, desde la comisura de los labios hasta la ceja. Ahora la gente evita mirarlo a la cara – dirige los ojos al suelo, o hacia uno u otro lado, cuando conversa con él. Sigue estando sano, pero su cara ya no alegra el día.
“Tan bello que era… la vida es así de implacable, mijito. Acuérdese siempre,” también dijo mi abuela cuando lo vio después del accidente.

Los dos hermanos siguen llevando su taller. Pero cuando vienen clientes a pedir presupuestos o a traer carros para arreglar, quien se encarga de atenderlos es una cabeza rosada, pálida y mortecina que, aunque no despliegue carisma, entrega trabajos bien hechos a precios razonables. El sano, por su parte, ya no es la cara bella del negocio pero sigue apretando tuercas y conociendo motores como antes. Ya no se acerca a las baterías: dice que no quiere volver a tentar la mala suerte.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario