Salí de por un momento de mi puesto de trabajo, crucé la avenida y entré a comprar un café con leche.
- ¡Hola colombiano!
- ¡Hola marroquina!
- Que, como llevas el calor.
- Pues sin problemas, allá hay aire acondicionado.
- Aquí también pero está muy suavecito.
Mientras me hacía el café con leche en un vaso de cartón, le pregunté:
- Oye, ¿de qué parte de Marruecos eres?
- De la capital...
- Ah, de Rabat.
Me miró con un gesto de sorpresa.
- ¿Y tú como sabes eso?
- Es que me interesan esas cosas. ¿Acaso tú no sabes cual es la capital de Colombia, trabajando con varias colombianas aquí?
- No... es que como a los latinos no les interesa lo nuestro y a los árabes no nos interesa lo de ustedes... pues no, no sé.
Su compañera, una mujer ecuatoriana un poco mayor que ella, dijo desde el otro extremo del mostrador:
- Bogotá.
- ¿Qué?
- Bogotá, esa es la capital de Colombia.
La chica de Rabat, mirándome desde el otro lado de la caja, me preguntó:
- ¿Y a ti por qué te interesan esas cosas?
- No sé por qué, simplemente me interesan. También me gustaría aprender árabe algún día.
Soltó una carcajada amplia y se ofreció como profesora:
- Si quieres, te vienes un día a mi casa y te cobro cien euros por dos horas de clase.
Volví a cruzar la avenida, esta vez en sentido inverso. Tal vez algún día pueda conversar en árabe, o tal vez el día que me muera seguiré sabiendo solo como saludar, dar las gracias y las buenas noches. De lo que no me cabe ninguna duda es que seguiré viviendo con inquietudes sobre el mundo, más allá de nosotros, más allá de la geografía política y sus caprichos.
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