viernes, 21 de enero de 2011

Fue un sueño corto

Al alba, mientras muchos soñaban en sábanas limpias y almohadas cargadas de saliva, yo y mis amigos aguantábamos el sueño dentro de un carro. Éramos cuatro.
¿Incómodos? Sí, tal vez un poco. Aún así habíamos conseguido dormir dentro del carro de Tía Amalia. Dos delante, piloto y copiloto. Dos atrás. El cansancio y la borrachera eran un antídoto contra el tejido áspero de los asientos, contra la ventana fría y dura aguantando nuestras sienes y nuestro occipital; dormir en el carro era incómodo, sí, pero evitaba que cabeceáramos en la calle durante esas pocas horas que faltaban para que se hiciera de día.
Fue un sueño corto. Habíamos llegado alrededor de las cinco de la mañana. Yo había dejado la llave en mi habitación de invitado, la que compartía durante esos días con mis dos amigos de la capital. Silvia, mi prima y anfitriona, tampoco había cogido su llavero. Al llegar a la casa tras una sesión de caminatas sin rumbo y tetrabricks de aguardiente nos dimos cuenta que no podíamos entrar sin despertar a media casa. Por eso decidimos ir al carro, que tenía una puerta dañada y fácil de abrir. Entramos a dormir un poco, a que nos despertara el día.
Pero el día llamó antes de que despertáramos. Para despertarnos envió a gallos armados.
Tres motos de policía, seis hombres armados con pequeñas metralletas israelíes, vinieron a tocarnos en la ventana. Los cuatro reaccionamos en cámara lenta, en consonancia al estado de nuestros cuerpos entre la borrachera, el guayabo y el sueño interrumpido; todavía no se nos había dibujado la vigilia, ninguno de nosotros estaba realmente despierto después de abrir los ojos. Seis uniformados con dedos en gatillos golpearon varias veces sobre el cristal templado de las ventanas.

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