jueves, 10 de febrero de 2011

Tres Moscas

Demonio y Mosca

Se suponía que era una siesta sencilla, tirarse a la cama y caer en el sopor digestivo. No fue así. Pasaron unos cuantos segundos, mi cabeza sobre la almohada, todo el cuerpo encima del cubrelecho, y noté su sonido. Se golpeó un par de veces contra el vidrio y, resignada, se dedicó a pasear por la habitación.
¿Por qué no busca la basura y se queda quieta allí, chupando la cáscara de alguna fruta, hasta que yo termine mi sueño corto? El demonio siguió preguntando mientras yo me levanté a abrir la ventana; la mosca, agitada (como toda mosca que todavía vuela), salió a la calle respondiendo con sus alas y llamando a la siesta para que viniera a dormirnos.

La Mosca y la Ceniza

El libro le dice muchas cosas a Samuel. Algunas de ellas, cosas que se le habían ocurrido. La novela desenmascara el terror de una infancia en donde todo está bien, no falta nada en el dulce corral de la burguesía; la mentira del niño feliz está plasmada con maestría cruda en las páginas del libro.
La vida le dijo mucho a Samuel; también le dio pasión. Sus afectos son fuertes: esa pequeña adolescencia vibraba entre la alegría y la tristeza como las alas de una mosca (dos Samueles no, una decena de ellos en cada segundo – uno por aleteo). Inteligente y sensible, orgulloso y soberbio, él se cree el autor de esa descripción, del niño y el miedo; cree que ese significado está detrás de algunos dibujos suyos, de algún cuento suyo. Una rabia que casi hace sonido se le forma por dentro.
El libro quedó en la esquina de la habitación después de rebotar contra el techo. Samuel sacó el último cigarrillo de su cajetilla y lo encendió. El humo no le dice nada, solo le insinúa formas.

El Títere con la Mosca

El maletín de cuero está bajo la cama, rodeado y cubierto por el polvo. La escoba no suele llegar hasta esos lugares. Dentro, hay un títere al que no se le oxidan las articulaciones por la humedad sino por el olvido. El joven que alguna vez le dio vida ya creció; él: quien construyó una cara de papel maché y la pintó y le puso color, unió listones de madera con pequeñas articulaciones y las cubrió con trapos para crear un cuerpo vestido, ató hilos a un personaje inmóvil y le regaló vida; él ya era un adulto.
Si los títeres pudieran llorar de tristeza, éste estaría flotando en sus propias lágrimas dentro del maletín. Así se diluiría más rápidamente. A los hilos se los ha comido el tiempo, la cara está cubierta por un hongo que crece en la oscuridad.
El joven – ahora adulto – no se acuerda de ese sueño: él y su títere viajarían; morirían antes de ser sedentarios. El primero no ha muerto, tiene un buen trabajo de escultor que diseña sus creaciones para que otros las moldeen; el segundo está solo, muere poco a poco, y la única compañía que recibe, de vez en cuando, es una mosca que se posa sobre el cuero del maletín para chupar piel muerta con su trompa.

1 comentario: