jueves, 17 de marzo de 2011

Cuatro ojos y un hombre perdido en el puerto


Tres hombres enganchan la mercancía. Después, diez toneladas se suspenden en el aire, sobre sus cabezas. Las varillas flexibles para la construcción hacen su pequeño viaje desde el suelo del muelle hasta las bodegas del barco. El viaje grande es otro, desde esta ciudad europea hasta una africana. En el barco que hay atado al muelle la navegación entre Barcelona y Argel tarda de tres a cuatro días.
El marinero croata que lleva seis meses fuera de su ciudad ya no siente la navegación. Miles y miles de toneladas de varillas y vigas para construir edificios o muros, como los últimos viajes que hizo él, Bartol el marinero, con la carga de una siderúrgica catalana para los muros que segregan territorios en palestina, digo, toda esa cantidad de metal va de la fundición a la construcción y ahí se queda, pero Bartol no, él cuando llega a su casa es para volver a irse en un mes, por eso se le olvidó que cuando navega está haciendo un trayecto, y cada viaje es exactamente igual que el anterior, excepto el que lo devuelve al puerto de Split, su ciudad… para zarpar de nuevo treinta días más tarde. Así lleva casi dos décadas, pero es desde hace solo dos años que, según lo que cuenta, ya no siente los viajes, le parece que todos los puertos son iguales excepto el de Split, diferente a todos. Antes sí vivía cada nuevo puerto, en sus dos o tres días en tierra, hasta que el cuerpo aguantara el alcohol y el placer pagado, ya no.
Todo esto me lo transmite en italiano, logra explicarme un poco de su vida y yo intento descifrar qué relación tienen sus palabras con la mirada perdida en los movimientos de la carga, una mirada ahogada de marinero en tierra. No como la de ese con quien hablo más tarde.
Hay casi dos mil toneladas de chatarra cubierta de óxido, es un pequeño cerro de deshechos metálicos, los ojos del hombre de la grúa siguen el recorrido corto, el que repite cientos de veces al día. El pulpo, algo así como la mano de la máquina, se hunde en el cerro y coge lo que puede. Después lo alza y deposita el material en un camión.
En el aire flota un polvo naranja. No se nota cuando está suspendido, solo cuando se aposenta sobre la ropa, o cuando cubre este papel en el que escribo, perdido entre los muelles.
Manel baja de la grúa, ya es hora de la comida, el puerto entra en pausa. Lleva dos tercios de su sesentena haciendo viajes cortos, cortísimos, para volver a su casa al final de la jornada. Me dice que, montado en una grúa, estivando en tierra o a bordo habrá cargado más de cien mil barcos. No hay que hacer cálculos para saber que es una exageración, queda expreso en su tono, pero la jovialidad de su charla me induce a creerle. Me saca del puerto en su carro, de vuelta a la ciudad, oculta detrás de Montjuïc. Cuenta que todos los días, a medio día y al caer la tarde, él vuelve a su puerto. Su mirada sigue desde el carro los barcos que vamos dejando atrás, una mirada ansiosa por ver mundo, ojos tristes porque hacen viajes largos en avión y en cruceros (el oficio de estibador da un sueldo con comodidades) pero nunca zarpan, como casi a diario lo hacen esas tripulaciones que a esta hora llegan o parten del puerto de Barcelona.

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