lunes, 13 de junio de 2011

España y el pragmatismo democrático

Tumbando monolitos

Los diccionarios son una herramienta imprescindible para trabajar con las palabras. Si se quiere hablar de un Estado (para algunos, seguido de un guión y del especificativo nación) encontramos la definición, aclaramos el concepto y se estructura el texto en función de qué se quiere decir.
Hasta aquí todo fácil, casi como instrucciones de manual. Cuando se hurga un poco más, y el objetivo es analizar un Estado en concreto, hay que ir con cuidado en mantener las definiciones en su justa proporción. Por ejemplo, al tratar a España – esas seis letras al parecer tan claras en nuestro espectro lingüístico – tenemos que recordar que hablamos de un Estado al que no le podemos sumar solo por costumbre el guión y la nación. Y no podemos hacer esa operación automática porque los mismos españoles (otra palabra compleja) ponen términos diferentes después de los guiones; por ejemplo: -ocupante, -represor, -negador de la diferencia, etc. Por lo tanto, como (supuestamente) hablamos de un país y al país lo hace su gente, al utilizar el lenguaje de una u otra manera para expresar nuestras opiniones estamos situándonos en un territorio de conflicto, tomando parte en las luchas de esas gentes: en este caso luchas identitarias que no pueden ser miradas de reojo sin caer en un autoritarismo discursivo.
Decir que “España es una” tiene connotaciones concretas: el subtítulo de la España franquista era “Una, grande y libre”. Una porque negaba su pluralidad, grande porque se vanagloriaba de su pasado imperial y libre... libre de disidencia, encarcelada o fusilada. Es por esto que ni siquiera el Partido Popular (PP), la derecha contemporánea con más poder, la cara conservadora del bipartidismo, se arriesga a decir que “España es una sola”; si se arriesga a decirlo, será en boca de los franquistas nostálgicos de siempre a quienes no les importa ser vistos con su verdadera cara. Por supuesto, al espectro de la socialdemocracia española (léase, la centralista), desde los más liberales a los más proteccionistas, desde los más radicalizados a los más reformistas, a nadie en ningún partido de esa gama ideológica se le ocurriría decir que España es una: no solo es un despropósito lingüístico, es un territorio vedado por lo políticamente correcto.
España no puede ser tratada como un monolito si se quiere hacer un análisis profundo de su realidad. Para entender porqué no, es bueno recordar este acontecimiento: el 10 de julio de 2010 casi un millón de personas se movilizó en Barcelona para protestar por los recortes que el Tribunal Constitucional (TC) le había hecho al nuevo estatuto de autonomía, refrendado por una amplia mayoría de la población catalana (con una participación más alta que la de otras “fiestas democráticas”), debatido y votado previamente en el parlamento autonómico y ratificado en el congreso de los diputados en Madrid. Entre los recortes que hizo el TC estaba uno de los artículos principales, el cual reconocía que Catalunya tiene una identidad nacional diferenciada de España. Fue una de las movilizaciones más numerosas que se han visto en Barcelona en el último medio siglo; incluso más concurrida que las que salieron a finales de los setenta, con el franquismo ya mandándose a reciclar en la nueva democracia, pidiendo amnistía y autonomía. También, a modo de ilustración del porqué es un error simplificar a España, vale la pena ver el vigor con el que se ha mantenido la “izquierda abertzale” en Euskadi después de casi una década de ilegalización de sus partidos: en las últimas elecciones municipales se dispararon como la segunda fuerza política en las cuatro provincias vascas. Habrán algunos que quieran ver en esto un sinsentido histórico, un error de las masas votantes de “nacionalismos periféricos”, pero la realidad, aunque no les guste, está ahí: una buena porción de los vascos en el Estado Español no se sienten españoles y, en el caso de Bildu en Euskadi o en menor escala las CUP en Cataluña, dieron un voto a la independencia y el socialismo en las municipales de 2011.
No, España no es una palabra fácil, está llena de conflicto. Pero muchos hispanoamericanos no entendemos esa conflictividad que hace parte de nuestro gentilicio. Nunca tuvimos que entenderla porque no estamos inmersos en ella, porque lo de hispano no es más que una muletilla para definir una lengua que nos relaciona y un pasado de colonización común, una misma saqueadora. Y así como la metrópoli estaba lejos, esa realidad conflictiva de lo que se entiende por España también se sitúa a leguas de nuestras experiencias como países. Aunque esto es una generalización fácil, no cabe duda que muchos americanos hablantes del español oyeron historias de los vencidos tras la guerra civil; de los vencidos no solo porque la guerra fascista tumbó la república y la revolución, también de los vencidos porque una vez más quedaron silenciados como pueblos bajo la una, la grande y la libre: esa a la que llaman España, más compleja de lo que muchos creen. A parte, y actualizando un poco el calendario, los flujos migratorios de las últimas décadas han permitido que muchos “sudacas” puedan ver y ser testigos más o menos involucrados en ese conflicto de seis letras que para algunos es solo un Estado, para otros, además, una nación y para muchos una palabra más, como tuerca, tornillo u horca.
Ahora bien, a veces es conveniente no darle tantas vueltas a las palabras, buscar la síntesis. Por lo tanto, de ahora en adelante España ya no estará escrita en cursiva sino que pasará de largo como un sustantivo más para referirse al Estado español como ente administrativo o espacio burocrático.

El bipartidismo como comandancia del mercado

Cuando el PP tenía las llaves de la Moncloa, con José María Aznar como patrón de la casa, había un lema que era repetido por sus huestes y por la potencia de su marketing electoral: “España va bien”. Iba bien en la medida en que los empresarios podían dar trabajo; y no por una generosidad innata en ellos, más bien porque la rentabilidad empresarial en un contexto de boom inmobiliario y vacas gordas requería una masa de trabajadores con un salario fijo para poder endeudarse y así, además de producir riqueza desde el eslabón mas bajo de la cadena, ayudar a cerrar el ciclo consumista. Es decir, cumplir el destino del nuevo obrero occidental: la potencia del trabajador es también una potencia consumidora. Es en ese lema del aznarismo en donde se puede encontrar la espina dorsal de esa moneda con dos caras llamada bipartidismo (en este caso, el que se vive en España desde la transición, a finales de los 70s).
Salvando las distancias discursivas entre el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) – el lado “progresista” de la moneda – y el PP – el lado “conservador” –, para estos dos partidos España va bien si hay trabajo para dar a manos llenas y las entidades financieras reciben, de vuelta, buena parte de esos salarios. En otras palabras, el país que unos y otros se disputan para gobernar está bien si su macroeconomía no da signos de desgaste, si no se muestran fisuras en los grandes números del Estado. Así, sea uno u otro el color político de quien esté en el poder, desde la llegada de su democracia son capaces de cumplir con las exigencias que se les hace a los miembros de ese club selecto llamado Unión Europea. Excepto en los momentos de crisis. Momentos en los cuales no solo los ponen en su sitio desde Bruselas, también el FMI les recuerda su rol de subordinados a los dioses del mercado.
Un ejemplo claro de esto se puede encontrar en la última reforma de las pensiones públicas. La edad de jubilación pasó de 65 a 67 años, y el tiempo trabajado para hacer el cálculo de la pensión ya no es de 15 sino de 25 años; dos años más de trabajo y una disminución del poder adquisitivo de los más viejos porque, con los tiempos que corren, más tiempo de cómputo significa menos años cotizados. Según el gobierno del PSOE, esta era una reforma indispensable porque el sistema de pensiones corría el riesgo de colapso a mediano plazo, pero muchos economistas críticos (entre los cuales Vicenç Navarro o Miren Etxezarreta) despejaron dudas y llamaron las cosas por su nombre: una claudicación más a los dictámenes de las entidades financieras. El sistema público de pensiones no estaba en riesgo, se prendió la alarma para poder utilizar parte de los recursos de las pensiones en tapar el hueco deficitario y, de paso, se incentiva el mercado de los planes de pensiones privadas, los cuales hasta el momento habían estado excluidos de este pastel tan jugoso. Pero la crítica no solo vino de parte de economistas independientes del gobierno. Un estudio del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales realizado por Josep González Calvet publicado después de la firma de la reforma, indica que el sistema de pensiones (y el resto del sistema de protección social) podía equilibrarse a través de un incremento de las cotizaciones cuando fuera necesario, y que este incremento no sería tan alto en caso de que la distribución de la renta se mantuviera constante. Pero no, el gobierno “más social” del PSOE decidió cortar por el atajo, andar la trocha marcada por el FMI a tantos países que han optado por el empobrecimiento de sus viejos en vez del aumento impositivo a las fortunas obscenas (las cuales, valga añadir, no son pocas en España).

La Crisis, los ellos, los nosotros y el 15M

Se puede llegar a creer que la crisis ha golpeado “sobre todo” al sector inmobiliario. El problema es que el golpe fue tan fuerte que también tocó a los satélites, a las otras áreas de la economía. La burbuja del ladrillo era tan vasta e interconectada con el resto de sectores productivos que el turismo ha bajado en los últimos dos años (aunque está volviendo a subir en 2011 – según muchos, porque este año el magreb no es un sitio vacacionable para los europeos), la industria ha despedido miles de trabajadores, y la agricultura, aunque sigue de pie, no ve salidas reales para convertir el uso de transgénicos, pesticidas y explotación de mano de obra temporera en un trabajo de la tierra respetuoso con la naturaleza y las personas – la ética del mercado no contempla esas minucias por más que hallan individualidades de buena fe en sus filas.
Si no fuera por la tragedia cotidiana que para muchos representa la situación actual de desempleo, la siguiente anécdota sería graciosa. La cara grave y preocupada del ministro del interior estaba muy bien interpretada, se le notaba el esfuerzo cuando su colega, el ministro de trabajo, anunciaba en rueda prensa hace unos meses que España está rozando los cinco millones de desempleados, un 21 % de la población activa. Ellos se esfuerzan, queman sus horas de trabajo arduo por el bien de todos nosotros, por eso los ensombrece la cara hablar del mal común. Pero en la interpretación se escapa un pequeño detalle discordante. En el rostro del titular de trabajo aparece una luz de reto pueril casi jocoso cuando dice que ni siquiera un gobierno liderado por la oposición podría sentirse contento con las cifras que está transmitiendo. Allí están ellos, y detrás de las pantallas y los titulares impresos hay un nosotros. Los primeros se jubilan con solo siete años de trabajo (“representando”, esas jornadas interminables sudadas para el ciudadano), los segundos viven el desempleo, tienen que trabajar cinco veces más tiempo para jubilarse, y la pensión, si llegan a ella, será en muchos casos una mesada de supervivencia. Ellos nunca querrán quitarse privilegios, por eso, cuando hablan de austeridad, no se refieren a la eliminación de todos los agasajos que reciben por ser “los elegidos”; no, austeridad es el cinturón apretado de la gente de a pie, los recortes “indispensables” para reducir el déficit; ellos no quieren ponerle bozal al perro de la especulación “descontrolada” y el capitalismo de casino, al fin y al cabo esos dos diablillos del capitalismo son los abonos de su imperio económico, ese de las empresas españolas que dominan mercados en ultramar.
Las cúpulas de Santander, BVA, Repsol o Telefónica tienen mucho más poder real que cualquier presidente de gobierno, por eso los consejeros de la buena gestión liberal no necesitan pedir una mejor relación entre universidad y empresa: al fin y al cabo son ellos, y sus homólogos en el resto de grupos económicos de la UE los que diseñan las políticas comunitarias en materia de educación; por eso los carnés de muchas universidades públicas son una tarjeta bancaria. Y de la educación a la economía. Los movimientos de los políticos se dan en el escenario, pero detrás de las cortinas todavía está quien manda: cabe recordar como, mientras en Bruselas se debatía el primer paquete de salvación para la economía griega, la industria armamentística alemana cerraba tratos con el gobierno de Atenas. Así, en cualquier esquina de Grecia o de España se puede hacer esta pregunta ingenua : “¿porqué la crisis no la pagan los que han acumulado mucho por beneficiarse de las no-reglas en la carrera capitalista?” Y los articulistas sesudos que no creen en ponerle freno al mercado, juzgan al vulgo, lo miran de reojo, “no es tan sencillo”, dicen. Y se ríen, aunque no se les pueda ver, de esas millonadas de borregos ingenuos. La multitud necesita guías, son ellos, ilustrados, iluminados por su olfato y su saber hacer, quienes pondrán la máquina de nuevo a punto. Pero la pregunta queda en el aire, y es tan persistente su eco que a mediados de 2011 esa pregunta toma forma de exigencia: “¡que paguen ellos!”. Más o menos así se puede resumir el movimiento que comenzó a cuajar el 15 de mayo en muchos lugares de España. Que paguen ellos los bancos y las multinacionales podridas en beneficios lo que el Estado amputa de bienestar social; que paguen ellos, los políticos, por ser sus cómplices.
Es muy pronto para saber hacia donde irá todo este descontento, y tampoco es tarea de estas líneas pensarlo a fondo. Aún así es posible afirmar que esa dicotomía que ha tomado plazas por toda España, por muy efímera y “falta de objetivos” que la quieran juzgar algunos, marcará un punto de no retorno en la relación entre los poderes públicos y la multitud anónima de los gobernados, eso que muchos llaman ciudadanos. O tal vez no, también es posible que se quede en una bonita gesta colectiva en la que los protagonistas se dieron demasiado autobombo, drogados por el fervor colectivo y la atención mediática. Sea cual sea el futuro de estas movilizaciones, los resultados solo se podrán ver a mediano plazo porque no se está intentando tumbar un gobierno e instaurar otro: se quiere llevar a la práctica, darle un toque de realidad, a esa palabra tan manoseada por el poder, “la democracia” de la que tanto hablan los tribunos sujetos a la mirada del cesar.
El rey Juan Carlos estará atento, no en vano lo dejó Franco en su lugar – y en su misión de mantener una España unida, volviendo a las cursivas, tendrá el apoyo de muchos republicanos de corazón, como lo tuvo en la transición por parte de los cuadros políticos socialistas que traicionaron el espíritu antimonárquico de sus bases... a fin de cuentas, las diferencias discursivas se liman cuando los privilegios del poder arropan grupos antagónicos. “Pragmatismo democrático”, si se le quiere buscar una definición.

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